miércoles, 13 de febrero de 2013

Oona, la alegre mujer de las cavernas (Patricia Highsmith)

Se acerca ese fantástico jornal en el que el amor deja de ser un sentimiento para transmutarse en dulces y horteradas varias, por lo que dejo este relato sobre cómo fue tratado el primer hombre que sintió esta extraña necesidad emocional y afectiva que, en ocasiones, se convierte en enfermedad del alma. Un cuento sobre el primer enamorado, el primer artista, el primer poeta... el primer enloquecido.

Oona, la alegre mujer de las cavernas


Era un poco peluda, le faltaba un incisivo, pero su atractivo sexual era perceptible a una distancia de doscientos metros o más, como un olor; quizás fuese eso.
Toda ella era redonda, su vientre, sus hombros, sus caderas eran redondas, y siempre estaba sonriente, siempre alegre.
Por eso gustaba a los hombres. Era mansa y nunca se enfadaba. Le habían dado tantos garrotazos en la cabeza que su cerebro estaba confuso. No hacía falta golpear a Oona para poseerla, pero ésa era la costumbre, y Oona apenas se molestaba en esquivar para protegerse.
Oona estaba permanentemente preñada y nunca había experimentado el comienzo de la pubertad, ya que su padre se había aprovechado de ella desde que tenía cinco años, y después de él sus hermanos.
Su primer hijo nació cuando ella tenía siete años. Aun en avanzado estado de gestación abusaban de ella, y los hombres esperaban impacientes la media hora que tardaba en parir, para lanzarse de nuevo sobre ella.
Curiosamente, Oona mantenía más o menos constante el índice de natalidad de la tribu; en todo caso, la población tendía a disminuir, ya que los hombres desatendían a sus mujeres porque estaban pensando en ella o, a veces, morían al pelear por ella. 
Finalmente, Oona fue asesinada por una mujer celosa, a quien su marido no había tocado desde hacía muchos meses. Este hombre fue el primero que se enamoró. Se llamaba Vipo. Sus amigos se habían reído de él por no tomar a otras mujeres, o a la suya propia, en los momentos en los que Oona no estaba disponible. Vipo había perdido un ojo luchando con sus rivales. Era un hombre sólo de mediana estatura. Siempre le había llevado a Oona las piezas más selectas que cazaba. Trabajó mucho para hacer un adorno de pedernal, conviertiéndose así en el primer artista de su tribu. Todos los demás utilizaban el pedernal solamente para hacer puntas de flechas y cuchillos. Le había dado el adorno a Oona para que se lo colgara del cuello con una cinta de cuero.
Cuando la mujer de Vipo mató a Oona por celos, Vipo mató a su mujer impulsado por el odio y la ira. Luego cantó una canción que sonaba fuerte y trágica. Siguió cantando como un loco, mientras las lágrimas corrían por sus barbudas mejillas. La tribu pensó en matarle, porque estaba loco y era diferente a todos, y le temían. Vipo dibujó figuras de Oona en la arena húmeda de la orilla del mar; lugo, imágenes de ella sobre las rocas lisas de las montañas cercanas, imágenes que se veían desde lejos. Hizo una estatua de Oona en madera; después, una en piedra. Algunas veces dormía con ellas. Con las torpes sílabas de su lenguaje formó una frase que evocaba a Oona siempre que la pronunciaba. No era el único que aprendió y pronunció esa frase, ni el único que había conocido a Oona, pero sí el único que realmente la amó.
Vipo fue asesinado por una mujer celosa cuyo hombre no la había tocado desde hacía meses. Su hombre le había comprado a Vipo una estatua de Oona por un precio muy elevado: una enorme pieza de cuero hecha con varios pellejos de bisonte. Vipo se hizo con ella una hermosa casa impermeable, y aún le sobró suficiente para vestirse. Inventó unas frases acerca de Oona. Algunos hombres le habían admirado, otros le habían odiado, y las mujeres le odiaban todas, porque las miraba como si no las viese. Muchos hombre se entristecieron por la muerte de Vipo.
Pero, en general, la gente se sintió aliviada cuando Vipo desapareció. Había sido un hombre extraño, que perturbaba el sueño de algunas personas por las noches.

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