martes, 29 de enero de 2013

El loco (Guy de Maupassant)

El mamífero que protagoniza este cuento detalla sinceramente y sin rodeos por qué el instinto asesino impreso en la humanidad es "καλός καί ἀγαθός" (sin nombrar las armas de destrucción masiva, la expansión de cierta religión cuyos dogmas son paz y amor, la norteamericana versión de la Ley del Talión... y demás logros y grandezas de Occidente). ¿Está más loco el loco sincero o el loco mentiroso? ¿Cuál de los dos suele tener más apoyo por parte del pueblo?




 El loco

Cuando murió presidía uno de los más altos tribunales de Justicia de Francia y era conocido en el resto por su trayectoria ejemplar. Se había ganado el profundo respeto de abogados, fiscales y jueces, que se inclinaban ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto y mirada penetrante.
Su única preocupación había consistido en perseguir a los criminales y defender a los más débiles. Los asesinos y los estafadores le tenían por su peor enemigo, ya que parecía ser capaz de leer sus pensamientos y adivinar las intenciones que ocultaban en los rincones más oscuros de sus almas.
Su muerte, a la edad de 82 años, había provocado una sucesión de homenajes y el pesar de todo un pueblo. Había sido escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, e ilustres magistrados habían derramado sobre su ataúd lágrimas que parecían sinceras.
Sin embargo, poco después de su entierro, el notario descubrió un estremecedor documento en el escritorio donde solía guardar los sumarios de sus grandes casos. Su primera hoja estaba encabezada por el título: «¿POR QUÉ?».
* * *
20 de junio de 1851. Acabo de dictar sentencia. ¡He condenado a muerte a Blondel! Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?
25 de junio. Un ser vive, anda, corre... ¿Un ser? ¿Qué es un ser? Es una cosa animada que contiene el principio del movimiento y una voluntad que dirige este principio. Pero esa cosa acaba convirtiéndose en nada. Sus pies carecen de raíces que los sujeten al suelo. Constituye un grano de vida que se mueve separado de la tierra; un grano de vida, procedente de un lugar que desconozco, que puede ser destruido por deseo de cualquiera. Entonces ya no es nada. Nada. Desaparece; se acaba.
26 de junio. ¿Por qué es un crimen matar? ¿Por qué, si es la ley suprema de la Naturaleza? Todos los seres tienen esta misión: matar para vivir y vivir para matar. Nuestra propia condición está sujeta a este hecho. Las bestias matan continuamente, durante todos los instantes de cada uno de los días de su vida. El hombre mata para alimentarse; pero, como también necesita matar por puro placer, ha inventado la caza. El niño mata a los insectos, a los pajaritos... a todos los animalillos que caen en sus manos. Todo ello no basta para calmar la irresistible necesidad que todos sentimos. Matar animales no es suficiente para nosotros; necesitamos también matar personas. Las civilizaciones antiguas satisfacían su ansia con sacrificios humanos. Hoy, vivir en sociedad nos ha obligado a convertir el asesinato en un grave delito y, como no podemos entregarnos libremente a este instinto natural, cada cierto tiempo desencadenamos una guerra para calmarlo. Así, todo un pueblo se dedica a aplastar a otro en un derroche de sangre que hace perder la cabeza a los ejércitos y que embriaga también a la población civil: mujeres y niños, que a la luz de las velas, leen por la noche el exaltado relato de las matanzas.
Sería lógico suponer que se desprecia a los que elegimos para llevar a cabo estas carnicerías. Pues bien, por el contrario, les tributamos homenaje y les cubrimos de honores. Se les engalana con resplandecientes vestiduras de oro y se atavían con sombreros de plumas. Les otorgamos títulos, cruces, recompensas de todo tipo. Son admirados por las mujeres y respetados y aplaudidos por las multitudes... ¡sólo porque su misión consiste en derramar sangre humana! Desfilan por las calles con sus herramientas de muerte mientras el ciudadano común, vestido de oscuro, los contempla con envidia. Matar es la ley suprema que la Naturaleza ha impreso en el corazón de cada ser. ¡No hay nada tan bello y honorable como matar!
30 de junio. Matar es la gran ley. La Naturaleza ama la juventud eterna y nos empuja a acabar con la vida sin que apenas nos demos cuenta. En cada una de sus manifestaciones parece apremiarnos gritando: «¡Rápido! ¡Rápido!». A medida que destruye se va renovando.
2 de julio. ¿Qué es el ser? Todo y nada. A través del pensamiento es el reflejo de todo. A través de la memoria y de la ciencia es un resumen del mundo, porque guarda en sí la historia de éste. Como espejo de las cosas y reflejo de los hechos, cada ser humano se convierte en un universo dentro del Universo. Pero al viajar y contemplar la diversidad de las etnias el hombre se convierte en nada. ¡Ya no es nada! Desde la cumbre de una montaña no es posible distinguirlo. Cuando el barco se aleja de la orilla, plagada por la muchedumbre, sólo se divisa la costa. El ser es tan pequeño, tan insignificante, que desaparece. Crucen Europa en un tren rápido. Al mirar por la ventanilla verán hombres, hombres, siempre hombres; hombres innumerables y desconocidos que hormiguean por las calles, que hormiguean por los campos, mujeres despreciables cuyo único cometido se limita a parir y dar la comida al macho y estúpidos campesinos que sólo saben destripar terrones.
Viajad a China o a la India. Allí también verán agitarse a miles de millones de seres, que nacen, viven y mueren sin dejar otra huella que la de un insecto aplastado sobre el polvo de un camino. Vayan a las tierras de los negros, alojados en cabañas de barro, y a las de los árabes, cobijados bajo una lona parda que ondea al viento. Comprenderán que el ser aislado, el individuo, no es nada. Nada. A estos pueblos, que son sabios, no les inquieta la muerte. Para ellos el hombre no significa nada. Matan a sus enemigos sin piedad; es la guerra. Hace tiempo nosotros hacíamos lo mismo de provincia en provincia, de mansión en mansión.
Atraviesen el mundo y comprueben cómo hormiguean los humanos, innumerables y desconocidos. ¿Desconocidos? ¡Esta es la clave del problema! Matar constituye un crimen porque los seres están numerados. Cuando nacen se les da un nombre, se les registra, se les bautiza. ¡De eso se trata! La Ley los posee. El ser que no está inscrito no cuenta. Mátenlo en el desierto o en el páramo; mátenlo en la montaña o en la llanura. ¿Qué importa? La Naturaleza ama la muerte. ¡Ella no castiga!
Lo que, sin duda, es sagrado, es el Registro Civil. Él es quien defiende al individuo. El ser se convierte en sagrado cuando es inscrito en el Registro. Respeten al Dios legal. ¡Pónganse de rodillas ante el Registro Civil!
Al Estado le está permitido matar porque tiene derecho a modificar el Registro Civil. Cuando sacrifica a doscientos mil hombres en una guerra, los borra del Registro; sus escribanos, sencillamente, los suprimen. Acaban con ellos. Pero nosotros debemos respetar la vida; no podemos cambiar los libros de los ayuntamientos. ¡Yo te saludo, Registro Civil, divinidad gloriosa que reinas en los templos de los municipios! Eres más poderoso que la Naturaleza. ¡Ja, ja, ja!
3 de julio. Matar debe ser un extraño y maravilloso placer: tener delante de uno a un ser vivo capaz de pensar; hacerle un agujerito, sólo uno; ver como mana por él la sangre roja, que transporta la vida, y ya no tener delante más que un montón de carne inerte y fría, vacía de pensamientos.
5 de agosto. Me he pasado la vida juzgando y condenando, matando con mis palabras y con la guillotina a quienes habían asesinado con un cuchillo. ¡Yo! Si yo hiciera lo mismo que todos los hombres a quienes he castigado, ¿quién lo descubriría?
10 de agosto. Nadie lo sabría jamás. ¿Acaso sospecharían de mí, de mí, si elijo a un ser al que no tengo el menor interés en hacer desaparecer?
15 de agosto. La tentación ha penetrado en mí reptando como un gusano y se pasea por todo mi cuerpo. Se pasea por mi cabeza, que no piensa más que en matar; se pasea por mis ojos, que necesitan contemplar la sangre y ver morir; se pasea por mis oídos, que no dejan de escuchar algo terrible y desgarrador: el último grito de un ser; se pasea por mis piernas, que anhelan dirigirse al lugar donde ocurrirá; se pasea por mis manos, que tiemblan por la necesidad de matar.
¡Cuán extraordinario tiene que ser, tan propio de un hombre libre, dueño de su corazón, que está por encima de los demás y busca sensaciones refinadas!
22 de agosto. Ya no podía esperar más. He matado un animalito para ensayar, sólo para empezar.
Jean, mi criado, tenía un jilguero encerrado en una jaula que estaba colgada en la ventana de la cocina. Lo he mandado a hacer un recado y he aprovechado su ausencia para coger al pájaro. Lo he aprisionado con mi mano; sentía latir su corazón. Estaba caliente. Después he subido a mi cuarto. De vez en cuando apretaba con más fuerza al pajarito; su corazón latía más deprisa. Era tan atroz como delicioso. He estado a punto de ahogarlo, pero no habría visto su sangre.
He cogido unas tijeritas de uñas y, con suavidad, le he cortado el cuello de tres tijeretazos. Abría el pico desesperadamente, tratando de respirar. Intentaba escapar, pero yo lo sujetaba con fuerza. ¡Vaya si lo sujetaba! ¡Habría sido capaz de sujetar a un dogo furioso! Por fin he visto correr la sangre. ¡Qué hermosa es la sangre roja, brillante, viva! La hubiera bebido con gusto. He mojado en ella la punta de mi lengua. Tiene un sabor agradable. ¡Pero el pobre jilguero tenía tan poca! No he tenido tiempo de disfrutar del espectáculo tanto como me hubiera gustado. Tiene que ser soberbio ver desangrarse a un toro.
Para terminar, he hecho lo mismo que los asesinos de verdad: he lavado las tijeras, me he enjuagado las manos y he tirado toda el agua. Después he llevado el cadáver al jardín para ocultarlo. Lo he enterrado debajo de una mata de fresas. Nunca lo encontrarán. Todos los días comeré un fruto de esa planta. ¡Uno puede disfrutar realmente de la vida si sabe cómo hacerlo!
Mi criado ha lamentado la pérdida del pajarito. Cree que se ha escapado. ¿Cómo va a sospechar de mí? ¡Ja, ja, ja!
25 de agosto. ¡Necesito matar a una persona! ¡Tengo que hacerlo!
30 de agosto. Ya lo he hecho. ¡Qué poca cosa!
Había ido a pasear por el bosque de Vernes. Caminaba sin pensar en nada cuando, de repente, ha aparecido en el camino un chiquillo que iba comiéndose una tostada con mantequilla.
Se ha detenido para verme pasar y me ha saludado: "¡Hola, señor Presidente!".
En mi cabeza ha aparecido una idea muy clara: "¿Y si lo mato?".
Le he preguntado:
-¿Estás solo, muchacho?
-Sí, señor.
-¿Completamente solo en el bosque?
-Sí, señor.
Los deseos de matarlo me han embriagado como el vino. Me he acercado a él con sigilo, pensando que iba a tratar de huir. Lo he agarrado por la garganta y he apretado, he apretado con todas mis fuerzas. Me ha mirado aterrorizado con unos ojos espantosos. ¡Qué ojos! Eran muy redondos, profundos... ¡terribles! Jamás había experimentado una sensación tan brutal... pero tan breve. Sus manecitas se aferraban a mis puños mientras su cuerpo se retorcía. He seguido apretando hasta que ha quedado inmóvil.
Mi corazón latía con tanta fuerza como el del pájaro. He arrojado su cuerpo a la cuneta y lo he cubierto con hierbas.
Al volver a casa he cenado bien. ¡Qué poca cosa! Me sentía alegre, ligero, rejuvenecido. Después he pasado la velada en casa del prefecto. Todos los que allí se encontraban han juzgado mi conversación muy ingeniosa.
¡Pero no he visto la sangre! Aún no estoy tranquilo.
30 de agosto. Han descubierto el cadáver y buscan al asesino. ¡Ja, ja, ja!
1 de septiembre. Han detenido a dos vagabundos; pero no tienen pruebas.
2 de septiembre. Han venido a verme los padres llorando. ¡Ja,ja,ja!
6 de octubre. No se ha descubierto nada. Suponen que algún merodeador habrá cometido el crimen. ¡Ja, ja, ja! Estoy seguro de que estaría más tranquilo si hubiera visto correr la sangre.
18 de octubre. El ansia de matar sigue envenenándome. Es comparable con los delirios de amor que nos torturan a los 20 años.
20 de octubre. Otro más. Caminaba por la orilla del río después de almorzar. Era mediodía. Bajo un sauce dormía un pescador. En un campo cercano, sembrado de patatas, había una azada. Parecía que alguien la había dejado allí expresamente para mí.
La he cogido, me he acercado, la he levantado como si se tratase de una maza y con el filo, de un solo golpe, le he partido la cabeza al pescador. ¡Oh! ¡Este sí que sangraba! Era una sangre muy roja que, mezclada con sus sesos, se deslizaba muy suavemente hacia el agua. Me he marchado sin que nadie me viera y con toda tranquilidad. ¡Yo habría sido un asesino excelente!
25 de octubre. Todo el mundo comenta el caso del pescador. Se acusa a su sobrino, que estaba pescando con él.
26 de octubre. El juez instructor del caso asegura que el sobrino es culpable. En la ciudad todo el mundo lo cree. ¡Ja, ja, ja!
27 de octubre. El sobrino se defiende muy mal. Afirma que había ido al pueblo a comprar pan y queso. Jura que mataron a su tío durante su ausencia. ¿Quién va a creerle?
28 de octubre. Han mareado tanto al sobrino que ha estado a punto de confesarse culpable. ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya con la Justicia!
15 de noviembre. Tienen pruebas abrumadoras contra el sobrino. Era el único heredero de su tío. Yo presidiré el tribunal.
25 de enero. ¡A muerte! ¡A muerte! ¡Le he condenado a muerte! ¡Ja, ja, ja! El fiscal habló como un ángel. ¡Ja, ja, ja! Uno más. Asistiré a su ejecución.
18 de marzo. Se acabó. Lo han guillotinado esta mañana. ¡Bien muerto está! Me ocasionó un grato placer. ¡Qué bello es ver cómo le cortan la cabeza a un hombre! La sangre ha brotado como una marea. Si hubiera podido, me habría bañado en ella. ¡Oh, qué maravilla tenderme debajo, dejar que empape mi rostro y mi cabello y levantarme teñido de rojo! ¡Si supieran...!
Pero ahora debo esperar. Puedo hacerlo. Cualquier descuido o imprudencia podría delatarme.
* * *
El manuscrito tenía muchas más páginas; pero ninguna de ellas relataba un nuevo asesinato.
Los psiquiatras que lo han estudiado aseguran que en el mundo existen muchos locos ignorados, tan hábiles y temibles como este monstruoso lunático.



Una vez leido, aumentemos el dramatismo:
http://www.youtube.com/watch?v=hHpNuMzzv28

lunes, 28 de enero de 2013

El Coyote y el Pájaro Carpintero (Anónimo indio)

Hipotecando el futuro por el chalet con piscina, la televisión de plasma, los dos coches en el garaje, el colegio privado, el apartamento en la playa, las cenas con Patu, Luli, Macoque, Pipi...mediante créditos bancarios, sólo puedo agradecer la labor de los "Nuevos Ricos", sin ellos no se me habría ocurrido cómo convertir un cuento en una sátira. Gracias, de todo corazón.

El Coyote y el Pájaro Carpintero 


Había una vez un Coyote que vivía con su familia junto a un bosque. Cerca de allí había un gran árbol hueco en el que vivía un viejo Pájaro Carpintero con su mujer y sus hijos. Un día, mientras Papá Coyote caminaba por allí, se encontró con Papá Pájaro Carpintero.
-Hin-no-kah-kí-ma, buenas tardes-, dijo el Coyote, -¿cómo estás, amigo Hlu-rí-deh?
-Muy bien, gracias. ¿Y tú cómo estás, amigo Tu-wháy-deh?
Se detuvieron a conversar un momento. Cuando estaban por seguir sus caminos, el Coyote dijo:
-Amigo Pájaro Carpintero, ¿por qué no vienes a visitarnos? Ven a mi casa a cenar esta noche y trae a tu familia.
-Gracias, amigo Coyote-, dijo el Pájaro Carpintero. -Iremos con mucho gusto.
Y esa noche, cuando Mamá Coyote preparaba la cena, llegaron Papá Pájaro Carpintero, Mamá Pájaro Carpintero y sus tres hijos. Y tras entrar en la casa, los cinco Pájaros Carpintero estiraron sus alas como lo hacen después de volar, y así mostraron sus bellos plumajes, las líneas rojas y amarillas que los Hlu-rí-deh tienen bajo sus alas. Mientras comían, también estiraban sus alas y mostraban sus brillantes plumas interiores. Agradecieron la cena a la que fueron invitados. Cuando era hora de volver a su casa, agradecieron nuevamente a los Coyotes la cena y los invitaron a que fueran a su casa a cenar la noche siguiente. Pero una vez que se fueron, Papá Coyote ya no se pudo contener y exclamó:
-¿Qué es lo que se creerán esos Pájaros Carpintero, siempre mostrando su brillante plumaje? Ya le mostraré que los Coyotes no nos quedamos atrás. Ya verán.
Al día siguiente, Papá Coyote mandó a toda la familia Coyote a recoger leña y encendió una gran fogata frente a su casa. Cuando era hora de partir hacia la casa de los Pájaros Carpintero, llamó a su esposa e hijos junto al fuego y ató bajo sus brazos un palo con fuego, con la punta encendida hacia delante.
-Ahora verán-, dijo el Coyote. -Cuando lleguemos a su casa, debéis levantar los brazos con frecuencia para que vean que somos tan elegantes como ellos.
Cuando llegaron a la casa de los Pájaros Carpintero, los Coyotes levantaron los brazos continuamente, mostrándoles las brillantes  brasas que traían. Pero cuando se sentaron a comer, Hija Coyote se sacudió y dijo:
-¡Ay, papá! ¡Me estoy quemando!
-Sé paciente, hijita-, le dijo Papá Coyote, -no llores por pequeñeces.
-¡Au!-, gritó la otra Hija Coyote. -¡Mi fuego se salió de control!
Esto era más de lo que Papá Coyote podía tolerar, y la reprendió severamente.
-No entiendo una cosa, amigo Coyote-, dijo el Pájaro Carpintero amablemente, -¿cómo es que tus colores eran tan brillantes al principio y luego se tornaron negro?
-Allí reside la belleza de nuestros colores-, dijo el Coyote, aplacando su ira, -no siempre son iguales, como los de todo el mundo, sino que se oscurecen.
Pero la incomodidad de los Coyotes ya se hacía intolerable, e inventaron una excusa para irse de allí en cuanto pudieron. Cuando retornaron a su casa, Papá Coyote reprendió a toda su familia por haberlo expuesto a la vergüenza. Por otro lado, Papá Pájaro Carpintero reunió a sus hijos y les dijo:
-Hijos, ya visteis lo que hizo el Coyote por tratar de lucir los colores que no tiene. Nunca tratéis de aparentar lo que no sois.

domingo, 27 de enero de 2013

Sueño de flautas (Hermann Hesse)

¿Será demasiado tarde para impedir que la evolución vital dirija el timón de nuestra dualidad optimista-pesimista? ¿Más vale lo bueno conocido que lo malo por conocer? ¿Podemos elegir sumergirnos en el río de la vida antes de desembocar en el océano de la muerte? ¿A qué le cantaremos mientras se compone nuestro epitafio?

Sueño de flautas

-Toma esto-, dijo mi padre, y me alcanzó una pequeña flauta de hueso, -tómala y no olvides a tu anciano padre cuando alegres a la gente con tu música en países lejanos. Es tiempo de que veas el mundo y aprendas algo. He mandado hacer esta flauta, porque no te gusta ninguna otra tarea, excepto cantar. Piensa también que debes tocar siempre canciones bonitas y amables, de lo contrario sería malgastar el don que Dios te ha concedido.
Mi querido padre entendía poco de música, era un erudito. Él pensaba que yo no tenía más que soplar en la linda flauta para que todo anduviera bien. Como no lo quería despojar de su creencia, le agradecí, guardé la flauta y procedí a despedirme.
Nuestro valle me era conocido hasta el gran molino del caserío; detrás comenzaba el mundo, y debo admitir que me gustó mucho. Una abeja fatigada de volar se había posado sobre mi manga, y la llevé conmigo para tener, en mi primer descanso, un mensajero que llevara enseguida mis saludos a la patria que dejaba atrás.
Bosques y praderas acompañaban mi camino, y muy lozano también el río me acompañaba. Descubrí que el mundo se diferenciaba poco de mi patria. Los árboles y flores, las espigas de trigo y los avellanos me hablaban; yo cantaba sus canciones con ellos, y ellos me comprendían, como en casa. De pronto mi abeja despertó, se arrastró despaciosamente hasta mi hombro, levantó el vuelo y giró dos veces en torno a mí con su zumbido dulce y profundo; luego se orientó rectamente hacia atrás, hacia el hogar.
En eso surgió del bosque una muchacha joven, que llevaba un cesto en el brazo y un sombrero de paja de ala ancha que dejaba en sombras la rubia cabeza.
-Dios te guarde-, le dije, -¿adónde vas?
-Debo llevar la comida a los segadores-, dijo. Y se puso a caminar a mi lado. -¿Y tú, dónde quieres ir?
-Voy a conocer el mundo, mi padre me ha enviado. Él cree que yo debo tocar mi flauta en público, ante la gente, pero yo no sé hacerlo bien todavía, antes debo aprender mucho.
-Bueno, bueno. ¿Y qué sabes hacer en realidad? Porque algo debes saber.
-Nada en especial. Puedo cantar canciones.
-¿Qué clase de canciones?
-De todo tipo ¿sabes? A la mañana y a la noche, a los árboles, a las bestias, a las flores. Ahora, por ejemplo, podría cantar una canción bonita acerca de una muchacha joven que sale del bosque para llevar la comida a los segadores.
-¿Puedes hacerlo? ¡Cántala entonces!
-Lo haré, pero, ¿cómo te llamas?
-Brigitte.
Entonces entoné la canción de la linda Brigitte con el sombrero de paja, y lo que llevaba en el cesto, y de cómo las flores la miraban cuando pasaba y los vientos azules la seguían a lo largo del cerco del jardín, y todo lo relacionado con ello. Atendió seriamente a la canción, y me dijo que era buena. Y cuando le comenté que estaba hambriento, levantó la tapa del cesto y extrajo un pedazo de pan. Mientras yo le echaba el diente con ahinco, al tiempo que continuaba ágilmente la marcha, ella me dijo: "No se debe comer a la carrera. Una cosa después de la otra." Entonces nos sentamos sobre la hierba, yo comí mi pan y ella se abrazó las rodillas con sus manos bronceadas y me miró.
-¿Quieres volver a cantarme alguna otra cosa?-, preguntó cuando dejé de comer.
-Con gusto. ¿Qué quieres que cante?
-Algo acerca de una chica que está triste porque ha sido abandonada por su novio.
-No, no puedo. No conozco eso, y tampoco debe uno estar triste. Mi padre dijo que debo cantar siempre canciones graciosas y amables. Te cantaré algo acerca del cuclillo o de la mariposa.
-Y de amor, ¿no sabes ninguna?-, preguntó luego.
-¿De amor? Oh sí, eso es lo más lindo de todo.
Enseguida empecé una canción acerca de cómo el rayo de sol está enamorado de las rojas amapolas y juega con ellas lleno de alegría. Y de la hembra del pinzón, cuando aguarda al pinzón y al llegar éste vuela como si estuviera asustada. Y seguí cantando acerca de la muchacha de ojos pardos y del joven que llega y canta y recibe un pan de regalo; pero ahora no quiere más pan, quiere un beso de la doncella y quiere ver dentro de sus ojos pardos, y canta y canta hasta que ella empieza a sonreír y le cierra la boca con sus labios.
Entonces Brigitte se inclinó y cerró mi boca con sus labios; luego cerró los ojos y los volvió a abrir. Y yo miré las estrellas cercanas de un dorado oscuro y en ellas estábamos reflejados yo mismo y un par de blancas flores del prado.
"El mundo es muy hermoso-, dije, -mi padre tenía razón. Pero ahora te ayudaré a llevar estas cosas hasta donde está esa gente."
Tomé su cesto y proseguimos el camino. Su paso sonaba con el mío y su alegría coincidía con la mía, y el bosque hablaba delicado y fresco desde la montaña. Yo nunca había caminado tan contento. Durante un largo rato canté con fuerza, hasta que tuve que cesar de puro exceso; era demasiado todo lo que susurraba y hablaba desde el valle y la montaña, desde la hierba y el follaje, desde el río y los matorrales.
Entonces pensé: "si pudiera comprender y cantar al mismo tiempo las mil canciones del universo, del pasto y las flores, de los hombres y las nubes, de la floresta y el bosque de pinares, y también de los animales. Y asimismo todas las canciones de los mares lejanos y las montañas, de las estrellas y la luna; y si todo eso pudiera simultáneamente resonar en mi interior y ser cantado, entonces yo sería como el buen Dios y cada canción debería ser como una estrella en el cielo."
Pero mientras yo pensaba de este modo, lo cual me había dejado silencioso y maravillado, pues antes jamás se me habían ocurrido cosas así, Brigitte se detuvo y sujetó firmemente el asa del cesto.
-Ahora debo subir-, dijo. -Allá arriba está nuestra gente. ¿Y tú, a dónde vas? ¿Por qué no vienes conmigo?
-No, no puedo ir contigo. Tengo que ver el mundo. Muchas gracias por el pan, Brigitte, y por el beso. Pensaré en ti.
Ella tomó su cesto con la comida; y otra vez sus ojos de sombras pardas se inclinaron sobre mí, y sus labios se adhirieron a los míos. Su beso fue tan bueno y dulce, que casi me puse triste de pura felicidad. Entonces le dije adiós y marché presuroso carretera abajo.
La muchacha subió lentamente por la montaña; se detuvo bajo el follaje que caía al borde del bosque, y miró hacia abajo donde yo estaba. Y cuando le hice señas y, agité el sombrero sobre mi cabeza, inclinó ella la suya .Una vez más y desapareció en silencio, como una imagen, entre la sombra de las hayas.
Yo, por mi parte, continué tranquilo el camino sumido en mis pensamientos, hasta que el sendero dio la vuelta en un recodo.
Allí había un molino, y junto al molino se hallaba una barca en el agua. Un hombre sentado en la barca parecía estar esperándome; en efecto, cuando me saqué el sombrero y subí a bordo, la barca comenzó a navegar enseguida río abajo. Me senté en la mitad de la embarcación, y el hombre atrás, al timón. Y cuando le pregunté a dónde íbamos, levantó la vista y me miró con ojos grises y velados.
-Donde quieras-, dijo con voz apagada. -Río abajo hacia el mar o a las grandes ciudades, la elección es tuya. Todo me pertenece.
-¿Todo te pertenece? ¿Entonces eres el rey?
-Quizá -dijo él. -Y tú eres un poeta, según creo. ¡Cántame entonces una canción de viaje!
Me infundía temor ese hombre serio y sombrío, y además nuestra barca navegaba tan rápido y sin ruido río abajo, que saqué fuerzas de flaqueza y canté acerca del río que lleva las naves y en el que se refleja el sol; el río, que es más ruidoso en contacto con las orillas rocosas y termina alegremente su peregrinaje.
El semblante de aquel hombre permanecía impasible; cuando finalicé, asintió silenciosamente, como uno que sueña. Y enseguida, ante mi asombro, él mismo comenzó a cantar. Y también cantó acerca del río y del viaje del río por los valles, y su canción era más bella y vigorosa que la mía, pero todo sonaba muy distinto.
El río, tal como él lo cantaba, bajaba como un ser destructor dando tumbos desde las montañas, hosco y salvaje, rechinando los dientes al sentirse refrenado por los molinos y presionando por los puentes; odiaba a todos los barcos que debía sostener; y bajo sus olas, y entre largas y verdes plantas acuáticas, mecía sonriente los blancos cuerpos de los ahogados.
Nada de esto me gustaba; pero su tono era tan hermoso y enigmático que quedé completamente confundido, y angustiado callé. Si lo que aquel cantor viejo, sutil e inteligente cantaba con su voz sofocada era cierto, entonces todas mis canciones habían sido nada más que tontería, torpes juegos infantiles. Entonces el mundo no era básicamente bueno y lleno de luz, como el corazón de Dios, sino opaco y sufriente, malo y sombrío; los bosques no susurraban de placer, susurraban de dolor.
Seguimos navegando. Las sombras se hicieron más largas, y cada vez que yo comenzaba a cantar mi voz sonaba menos clara, e iba apagándose. Y cada vez el extrafío cantor respondía con una canción que hacía al mundo más y más incomprensible y doloroso, y a mí me dejaba más y más desconcertado y triste.
Me dolía el alma, y sentía no haberme quedado en tierra junto a las flores o al lado de la bella Brigitte; para consolarme, empecé a cantar en la oscuridad creciente, con voz fuerte a través del rojo resplandor del anochecer, la canción de Brigitte y de sus besos.
Entonces se inició el ocaso y enmudecí. El hombre al timón cantó, y también él cantó del amor y del placer del amor, de ojos oscuros y ojos azules, de labios rojos y húmedos, y era hermoso y conmovedor lo que cantaba Reno de pena a medida que oscurecía sobre el río. Pero en su canción el amor era también lúgubre y temible, y se había convertido en un secreto mortal, dentro del cual los hombres, extraviados y dolidos, tanteaban entre penurias y anhelos, y se torturaban y mataban los unos a los otros.
Yo escuchaba y quedé muy fatigado y entristecido, como si hubiera estado viajando durante años a través de la mayor miseria y aflicción. Sentía que del desconocido emanaba y se deslizaba en mi corazón una permanente, silenciosa, fría corriente de pena y mortal angustia.
-Así que la vida no es lo más elevado y hermoso-, dije finalmente con amargura, -sino la muerte. Entonces te ruego, olí triste monarca, que cantes una canción a la muerte.
El hombre al timón cantó de la muerte, y cantó más bellamente que antes. Pero tampoco era la muerte lo más hermoso y alto, tampoco en ella había consuelo. La muerte era vida, y la vida muerte, y estaban enzarzadas entre sí en un furioso combate de amor, y esto era lo último y el sentido del mundo, y de allí se desprendía un resplandor que podía, a pesar de todo, alabar toda miseria, pero también una sombra que enturbiaba todo placer y belleza rodeándolos de tiniebla. Pero desde esa tiniebla ardía el placer más bella e íntimamente, y el amor ardía más profundo en medio de esa noche.
Yo escuchaba y me había quedado totalmente en silencio; no existía en mí otra voluntad que la del extranjero. Su mirada descansó sobre mí, callada y con una cierta bondad melancólica, y sus ojos grises estaban cargados del dolor y la belleza del mundo. Me sonrió, y entonces cobré ánimos y le rogué en mi necesidad:
-¡Ah, retorna, por favor! Tengo miedo aquí en la noche, quisiera volver a la casa de mi padre, o volver para encontrar a Brigitte.
El hombre se levantó y señaló la noche; el farol resplandeció claramente sobre su rostro enjuto e imperturbable.
-Ningún camino va hacia atrás-, dijo seria y amablemente, -hay que proseguir siempre hacia delante, si se quiere conocer el mundo. Y de la muchacha de los ojos oscuros ya has tenido lo mejor y más hermoso, y cuanto más te alejes de ella, tanto más hermoso y mejor será. Pero marcha hacia donde quieras; te daré mi lugar al timón.
Yo me hallaba tremendamente entristecido, pero sabía que él tenía razón. Lleno de nostalgia pensé en Brigitte y en mi país y en todo lo que había sido hasta entonces cercano, luminoso y mío, y en todo lo que había perdido. Pero en ese momento iba a tomar el sitio del extraño y conducir el timón. Así debía ser.
Me levanté en silencio y me dirigí a través de la barca al asiento del timonel; el hombre se acercó a mí también en silencio, y cuando estuvimos el uno frente al otro me miró fijamente a la cara y me dio su farol.
Pero cuando me senté al timón y hube afianzado el farol junto a mí, me encontré solo en la barca; advertí con un profundo estremecimiento que el hombre había desaparecido. Sin embargo, no me sentía asustado, lo había presentido. Me parecía que el hermoso día de viaje, Brigitte, mi padre y la patria habían sido sólo un sueño, y que yo era un viejo apenado y que siempre había viajado a través de aquel río nocturno.
Comprendí que no debía llamar a ese hombre, y el reconocimiento de la verdad se desplomó sobre mí como una helada.
Para saber lo que ya presentía, me incliné sobre el agua y alcé el farol, y desde la negra superficie me miró un rostro penetrante y serio con ojos grises, un rostro viejo y sabio. Era el mío.
Y como ningún camino lleva hacia atrás, continué el viaje por las aguas oscuras a través de la noche.

sábado, 26 de enero de 2013

Cuento de Sinuhé (Anónimo egipcio)

Me llena de orgullo y satisfacción dedicar este cuento a aquellos bípedos desagradecidos que, en su día, prefirieron memorizar fechas de guerras y conquistas a la comprensión de la mentalidad egipcia mediante la ardua tarea de pensar.
Para los sapiens que se hayan decantado por la segunda opción:
http://webs.ono.com/garoza/G3-Alavedra.pdf

Cuento de Sinuhé

En el palacio real reinaba el silencio. Su faraón Amenemhat I había muerto, y toda la Corte mostraba su respeto en señal de duelo. Aunque también se sentía una gran preocupación en el ambiente… ¿quién sucedería al rey? El mayor de sus hijos, quien debía sucederle, se encontraba lejos de palacio al frente del ejército, protegiendo el país. Rápidamente partieron mensajeros en su busca para informarle, y así, Sesostris I decidió regresar apresuradamente.
Por su parte, los demás hijos del rey Amenemhat I querían sucederle al enterarse de su muerte.
Sinuhé, hombre de confianza del faraón, observó que un hombre informaba a uno de los príncipes. Amenemhat había sido víctima de un complot, siendo asesinado por unos cortesanos que bajo las órdenes de este príncipe burlaron la guardia. Sinuhé temía por su vida, creyendo que al no haberse enterado de esas malas intenciones y no poder informar al futuro sucesor (Sesostris I) como era su deber, sería castigado a pesar de su inocencia. Pensó entonces en marcharse de Egipto.
Y así lo hizo. Sinuhé esperó el momento apropiado y tras esconderse evitando a los oficiales y cortesanos, se dirigió hacia el Delta del Nilo. Por la noche, tras esquivar la vigilancia de los centinelas, cruzó la frontera saliendo de Egipto.
Pero no contaba con una gran dificultad en su camino: el desierto. Caminando bajo el sol, muerto de sed, sintió cómo iba perdiendo sus fuerzas hasta caer sobre la arena. Y pasaron las horas, o incluso días, hasta que de pronto despertó al escuchar el sonido de un rebaño y unas voces a su alrededor. Abrió los ojos y se encontró con un grupo de nómadas inclinados sobre él que lo observaban. Un hombre del grupo reconoció a Sinuhé, a quien había conocido en Egipto, y ordenó que le dieran de comer y de beber, invitándole a unirse a la caravana. De manera que accedió y les acompañó por el desierto ganándose el cariño de todos rápidamente.
El príncipe beduino Amunenshi había oído hablar de Sinuhé y requirió su presencia para proponerle que se quedara bajo su amparo, como ya habían hechos muchos otros egipcios.
-¿Por qué te fuiste de Egipto? ¿Ha ocurrido algo grave en tu tierra? -preguntó el príncipe Amunenshi.
Sinuhé le contó sobre la muerte del faraón y su temor a caer en desgracia. Y para no parecer un traidor, dado que se encontraban numerosos egipcios acogidos en la corte de Amunenshi, contestó:
-El primogénito del rey regresó a palacio y sin duda gobierna Egipto. Yo sólo he temido por mi vida, y por eso me he marchado.
Amunenshi quedó satisfecho con sus respuestas, y a partir de entonces Sinuhé se quedó en su Corte, quien rápidamente fue querido por todos. Se casó con la hija mayor del príncipe, y recibió como regalo las tierras más fértiles del oasis.
Sinuhé se convirtió en uno de los hombres más ricos y poderosos, llegando a ser jefe de una tribu. Incluso fue nombrado general de los ejércitos, ganando grandes batallas. Y de este modo, su fama se fue extendiendo.
Pero también existían hombres envidiosos. Y así fue que uno de los mejores guerreros de Retenu que sentía celos de Sinuhé se atrevió a desafiarle en combate.
Durante toda la noche, Sinuhé estuvo preparando sus armas. Todo el pueblo se había congregado nervioso para presenciar la lucha, pero la gran mayoría estaba a favor de Sinuhé.
El guerrero sirio era muy fuerte y valiente, y manejaba las armas con mucha habilidad. Sinuhé no era tan fuerte como él, pero era astuto y ágil. ¿Quién vencería el combate?.
El egipcio consiguió fácilmente esquivar las armas que el guerrero sirio arrojaba contra él, quedándose al poco tiempo sin armas con las que luchar, salvo con sus propias manos. El sirio se puso tan nervioso que se lanzó furioso contra Sinuhé, pero éste arrojó una flecha contra él venciéndolo.
El príncipe Amunenshi, y todo el pueblo, saltaban de alegría por la victoria de Sinuhé.
Sin embargo, Sinuhé no era del todo feliz. Pensaba a menudo en su tierra, Egipto, y cada vez se sentía más apenado. Su mayor deseo era regresar a Egipto para cuando muriera poder ser enterrado en su tierra. Esto era muy importante para un egipcio: ¿cómo su alma alcanzaría el reino de Osiris?
Y esta era su constante preocupación. Mientras cumplía con sus deberes como jefe de la tribu, en secreto invocaba a sus dioses pidiéndoles que permitieran su regreso a Egipto.
En Egipto reinaba con justicia el faraón Sesostris I, pero para ello había tenido que luchar duramente debido a las revueltas políticas. Por fin reinaba la paz.
A oídos del faraón llegaron noticias de Sinuhé a través de los viajeros egipcios que habían pasado por su casa, y le escribió pidiéndole su regreso a palacio y a su tierra, ya que sabía de su inocencia en el complot contra su padre.
Sinuhé, lleno de alegría, contestó a la carta de Su Majestad explicando sus temores y los motivos de su huída. Pasó el día repartiendo todos sus bienes entre sus hijos y se despidió de todos sus amigos, regresando a Egipto.
Sesostris I fue muy generoso con Sinuhé entregándole una enorme casa reformada que perteneció a un noble de la Corte y colmándole de bienes; y ordenó que le construyeran una magnífica tumba de piedra preparándole un merecido ajuar funerario para cuando le llegara el momento de su muerte.
Y así fue cómo Sinuhé el egipcio, colmado de honores y riquezas, esperó el momento de su muerte dichoso por encontrarse de nuevo en Egipto.

viernes, 25 de enero de 2013

El día de los difuntos de 1836 (M. José de Larra)

Por la especial empatía que mi "ibérica misantropía" ha tenido con este artículo, me gustaría que fuera el primer relato breve del blog. En él, Fígaro deambula por las calles de Madrid comparando esta "madriguera" con un tétrico cementerio, tanto por la muerte de valores en España, como por los cadáveres que componen las inmundicias de la misma.
Para más información:
http://larranarra.blogspot.com.es/2011/06/el-dia-de-difuntos-de-1836.html


El día de difuntos de 1836

En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía, un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un Rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquélla que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.

-¡Día de difuntos!- exclamé.

Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios! que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía llegó entones a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurrióme de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
-¡Fuera!, exclamé, ¡fuera! - como si estuviera viendo representar a un actor español-: ¡fuera!-, como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojéme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo. Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
-¡Necios!- decía a los transeuntes-. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados, ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen.

-¿Qué monumento es éste?- exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio-. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo:

Y ni los v... ni los diablos veo.
En el frontispicio decía: "Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado." En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad, figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería. Leamos:
Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos. R.I.P.
Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de la otra media.
Doña María de Aragón: aquí yacen los tres años
.
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar.
Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día.
Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí, involuntariamente:

Aquí el pensamiento reposa,
En su vida hizo otra cosa.
Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
La calle de Postas, la calle de la Montera. Estos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar!
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya eregido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, este es el sepulcro de la verdad. Unica tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. Esa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. ¡Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción!
El Salón de Cortes. Fue casa del Espúritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.

Aquí yace el Estatuto.
Vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.
El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia provisora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro; una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quiéen ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!
¡Silencio, silencio!