domingo, 23 de junio de 2013

La danza de las cabelleras (Anónimo indio)

Aprendiendo a convivir con los espectros del pasado, "ninguna vida es lo suficientemente noble ni elevada sin el conocimento de que existen los demonios ni la lucha incesante contra ellos". (H.H.) Ése es el camino del guerrero.


La danza de las cabelleras

 


Una vez vivieron dos niños en Isleta que eran primos. Un día su abuelo, que era un verdadero creyente de los ritos antiguos, los encontró en un rincón fumando. Muy sorprendido, les dijo: “Nietos, veo que quieren ser hombres, pero primero deben probar que lo son antes de considerarse como tales. Sabrán que nadie nace con la libertad para fumar, sino que cada uno debe ganarse ese derecho. Ahora vayan y tráiganme Kuí-hla-kú-í, la piel de un roble”.
En el lenguaje de los hombres, Kuí-hla-kú-í significa otra cosa, pero los niños no lo sabían. Sus madres les dieron unas tortillas de maíz y partieron a El Bosque, una cumbre de tres mil metros que quedaba a unos treinta kilómetros de Isleta. Cuando llegaron a la montaña, fueron a cada árbol y cortaron un poco de la corteza, ya que no estaban seguros de cuál era el roble. Luego volvieron a su casa y le llevaron las cortezas a su abuelo. Pero cuando éste vio lo que habían traído, exclamó:
“Jovencitos, aún no han probado ser hombres. Deben volver a ir a buscar la corteza del roble”.
Estaban un poco desilusionados, pero tomaron unas tortillas y partieron nuevamente. A la mitad del camino, se toparon con un Lagarto Cornudo, quien los paró y les dijo:
“Jóvenes amigos, sé cuál es su problema. Su abuelo los ha enviado a buscar la piel del roble, pero ustedes no saben lo que es un roble. Pero yo les ayudaré. Tomen ésto”, y les dio dos largos cuchillos-trueno. El Lagarto Cornudo es el creador de Kóh-un-shi-eh, los cuchillos-trueno, ya que los fabrica durante las tormentas y las deposita en el campo allí donde cae un trueno.
“Con estos cuchillos-trueno en mano”, les indicó el Lagarto Cornudo, “vayan al cañón aquel. Apenas hayan salido, verán algunos de sus enemigos, los Navajos, en un campamento. En la primera colina desde la que distingan su fuego, deben detenerse. Mientras estén esperando, oirán los aullidos de un Coyote desde el otro lado del cañón. Entonces, den su grito de guerra y ataquen a sus enemigos”.
Los niños agradecieron al Lagarto Cornudo y siguieron su camino. En ese momento, vieron el fuego del campamento de los Navajos, y esperaron a que el Coyote aullara para lanzar su ataque. No tenían armas, con excepción de los cuchillos trueno. Y con éstos, mataron a varios Navajos y otros escaparon corriendo. Estando oscuro y apurados, tomaron la cabellera de una mujer, que jamás fue costumbre entre los Indios Pueblo.
Tomando las cabelleras, se apresuraron a volver a la casa de su abuelo, y viendo que ahora ellos habían traído la verdadera piel del roble, una manera de llamar a la cabellera del enemigo, los condujo orgullosamente ante el Cacique, y el Cacique ordenó la T'u-a-fú-ar, la Danza de las Cabelleras. Luego de los días en que los que tomaron las cabelleras deben permanecer en la estufa, se realizó la danza. Y cuando hicieron la danza circular por la noche, los dos niños estaban uno al lado del otro.
Luego, una joven muchacha extranjera los empujó y comenzó a danzar entre ellos dos. Ella era muy hermosa, y los dos se enamoraron de ella. Pero una vez que sus corazones se entibiaron de amor, vieron que no se trataba de una muchacha, sino de un esqueleto, porque aquellos que van a la guerra o toman cabelleras no tienen derecho de pensar en el amor.
Se asustaron mucho, pero continuaron danzando hasta que estuvieron muy cansados, y luego se mezclaron entre los músicos dentro del círculo para escapar. Pero el esqueleto los siguió y se paró junto a ellos, sin posibilidad de esconderse.
Finalmente comenzaron a correr y se dirigieron al este. Durante muchas lunas continuaron corriendo, pero el esqueleto siempre les pisaba los talones. Hasta que finalmente llegaron al Lago Amanecer, donde moraban los Verdaderos de Este.
Los guardias los dejaron entrar y le contaron a los Verdaderos todo lo que había sucedido, mientras el esqueleto seguía parado junto a ellos. Los Verdaderos les dijeron:
“Jóvenes, si son hombres, siéntense y nosotros los protegeremos”.
Pero los niños miraron otra vez al esqueleto y no pudieron detenerse y continuaron corriendo. Durante muchas lunas corrieron en dirección norte hasta que llegaron al Lago Negro de las Lágrimas, donde moran los Verdaderos del Norte.
Los Verdaderos del Norte prometieron defenderlos, pero nuevamente el esqueleto se apareció y los espantó y corrieron durante muchas lunas hasta que llegaron a donde moran los Verdaderos de Oeste en T'hur-kím-p'ah-whí-ay, Lago Amarillo Donde Se Pone El Sol. Pero allí les ocurrió lo mismo, y una vez más escaparon, hacia el sur, hasta que hallaron a los Verdaderos del Sur, en P'ah-chír-p'ah-whí-ay, Lago de las Piedras Redondas.
Pero nuevamente les ocurrió lo mismo, y corrieron durante muchas lunas hasta que llegaron donde moran los Verdaderos del Centro, en Isleta. Allí el esqueleto les habló:
“¿Por qué corren de mí de esa forma? Porque cuando estábamos danzando, me miraron con lujuria, pero ahora quieren alejarse.”
Pero no supieron qué contestarle, y corrieron a la habitación de los Verdaderos del Centro y le contaron su historia. Entonces los Verdaderos del Centro le dieron el poder a Cum-pa-huit-la-wid-deh, el Guardián de la Puerta de los Dioses, de ver al esqueleto, que nadie más que ellos dos y los Verdaderos podían ver, y le dijeron:
“Dispara a esta persona que persigue a estos dos”.
Y Cum-pa-huit-la-wid-deh disparó una flecha desde la izquierda a la derecha, que es el modo en que se mata a una bruja, la tarea principal de Cum-pa-huit-la-wid-deh, y tomaron su cabellera.
Ese fue el fin del esqueleto, y los dos jóvenes fueron liberados de su persecución. Y después de que los Verdaderos los aconsejaran, fueron hasta su pueblo y le contaron al Cacique lo que había sucedido e hicieron una nueva Danza de las Cabelleras, ya que la primera no había sido completada.
Una vez finalizada la danza, le contaron al pueblo lo que había pasado. Los jefes se reunieron en consejo y decretaron una regla que permanece vigente hasta hoy: que durante los doce días de ayuno y purificación, antes y durante la danza, ningún guerrero tendrá pensamientos sobre el amor.

martes, 4 de junio de 2013

Miser Ouroboros

Aun cuando el Fénix parece renacer de su propia incineración, vuelve a deleitarse masticando sus entrañas y derritiendo sus escamas de acero con incandescentes colmillos en el eterno ciclo de una constante catarsis que calcina el fuego del recuerdo con afiladas saetas del pasado al atravesar murallas de hielo.
Es por ello por lo que en su vuelo sólo le acompañan pompas de putrefacción, por lo que maldice la existencia, por lo que arrastra un menhir de lamentaciones, por lo que desangra las cicatrices del denso humo de la esperanza...
   

domingo, 17 de marzo de 2013

Un reo de muerte (M. José de Larra)

Con este artículo me gustaría exponer la actitud de esos seres (denominados racionales por la bondad de algunos naturalistas) que, abrumados por el tedio y desconociendo cualquier tipo de código legal, se permiten el lujo de dejar huir por sus orificios bucales fonemas tales como "zimbergüensa", "marnasío" y algún que otro quijotesco "hideputa" con la finalidad de transformar cualquier sentencia judicial en una grotesca exhibición de la degradación humana.
Gracias a Larra, ahora es la condena de éstos la que nos sirve de espectáculo a nosotros...



Un reo de muerte





Cuando una incomprensible comezón de escribir me puso por primera vez la pluma en la mano para hilvanar en forma de discurso mis ideas, el teatro se ofreció primer blanco a los tiros de esta que han calificado muchos de mordaz maledicencia. Yo no sé si la humanidad bien considerada tiene derecho a quejarse de ninguna especie de murmuración, ni si se puede decir de ella todo el mal que se merece; pero como hay millares de personas pseudofilantrópicas, que al defender la humanidad parece que quieren en cierto modo indemnizarla de la desgracia de tenerlos por individuos, no insistiré en este pensamiento. Del llamado teatro, sin duda por antonomasia, déjeme suavemente deslizar el verdadero teatro: a ese muchedumbre en continuo movimiento, a esa sociedad donde sin ensayo previo ni anuncio de carteles, y donde a veces hasta en balde se representan tantos y tan distintos papeles.
Descendí a ella, y puedo asegurar que al cotejar este teatro con el primero, no pudo menos de ocurrirme la idea de que era más consolador éste que aquél; porque, al fin, seamos francos, triste cosa es contemplar en la escena la coqueta, el avaro, el ambicioso, la celosa, la virtud caída y vilipendiada, las intrigas incesantes, en crimen entronizado a veces y triunfante; pero al salir de una tragedia para entrar en la sociedad puede uno exclamar al menos: "Aquello es falso; es pura invención; es un cuento forjado para divertirnos"; y en el mundo es todo lo contrario; la imaginación más acalorada no llegará nunca a abarcar la fea realidad. Un rey de la escena depone para irse a acostar el cetro y la corona, y en el mundo el que la tiene duerme con ella, y sueñan con ella infinitos que no la tienen. En las tablas se puede silbar al tirano; en el mundo hay que sufrirle; allí se le va a ver como una cosa rara, como una fiera que se enseña por dinero; en la sociedad cada preocupación es un rey; cada hombre un tirano; y de su cadena no hay librarse; cada individuo se constituye en eslabón de ella; los hombres son la cadena unos de otros.
De estos dos teatros, sin embargo, peor el uno que el otro, vino a desalojarme una farsa que lo ocupó todo: la política. ¿Quién hubiera leído un ligero bosquejo de nuestras costumbres, torpe y débilmente trazado acaso, cuando se estaban dibujando en el gran telón de la política, escenas, si no mejores, de un interés ciertamente más próximo y positivo? Sonó el primer arcabuz de la facción, y todos volvimos la cara a mirar de dónde partía el tiro; en esta nueva representación, semejante a la fantasmagórica de Mantilla, donde empieza por verse una bruja, de la cual nace otra y otras, hasta multiplicarse al infinito, vimos un faccioso primero, y luego vimos un faccioso más, y en pos de él poblarse de facciosos el telón. Lanzado en mi nuevo terreno esgrimí la pluma contra las balas, y revolviéndome a una parte y otra, di la cara a dos enemigos: al faccioso de fuera, y al justo medio, a la parsimonia de dentro. ¡Débiles esfuerzos! El monstruo de la política estuvo encinta y dio a luz lo que había mal engendrado; pero tras éste debían venir hermanos menores, y uno de ellos, nuevo Júpiter, debía destronar a su padre. Nació la censura, y heme aquí poco menos que desalojado de mi última posición. Confieso francamente que no estoy en armonía con el reglamento: respétole y le obedezco; he aquí cuanto se puede exigir de un ciudadano: a saber, que no altere el orden; es bueno tener entendido que en política se llama orden a lo que exite, y que se llama desorden este mismo orden cuando le sucede otro orden distinto; por consiguiente, es perturbador el que se presenta a luchar contra el orden existente con menos fuerzas que él; el que se presenta con más, pasa a restaurador, cuando no se le quiere honrar con el pomposo título de libertador. Yo nunca alteraré el orden probablemente, porque nunca tendré la locura de creerme por mí solo más fuerte que él; en este convencimiento, infinidad de artículos tengo solamente rotulados, cuyo desempeño conservo para más adelante; porque la esperanza es precisamente lo único que nunca me abandona. Pero al paso que no los escribiré, porque estoy persuadido de que me los habían de prohibir (lo cual no es decir que me los han prohibido, sino todo lo contrario, puesto que yo no los escribo), tengo placer en hacer de paso esta advertencia, al refugiarme, de cuando en cuando, en el único terreno que deja libre a mis correrías el temor de ser rechazado en posiciones más avanzadas. Ahora bien: espero que después de esta previa inteligencia no habrá lector que me pida lo que no puedo darle: digo esto porque estoy convencido de que ese pretendido acierto de un escritor depende más veces de su asunto y de la predisposición feliz de sus lectores que de su propia habilidad. Abandonado a ésta sola, considérome débil, y escribo todavía con más miedo que poco mérito, y no es ponderarlo poco, sin que esto tenga visos de afectada modestia.
Habiendo de parapetarme en las costumbres, la primera idea que me ocurre es que el hábito de vivir en ellas, y la repetición diaria de las escenas de nuestra sociedad, nos impide muchas veces pararnos solamente a considerarlas, y casi siempre nos hace mirar como naturales cosas que en mi sentir no debieran parecérnoslo tanto. Las tres cuartas partes de los hombres viven de tal o cual manera porque de tal o cual manera nacieron y crecieron; no es una gran razón; pero ésta es la dificultad que hay para hacer reformas. He aquí por qué las leyes difícilmente pueden ser otra cosa que el índice reglamentario y obligatorio de las costumbres; he aquí por qué caducan multitud de leyes que no se derogan; he aquí la clave de lo mucho que cuesta hacer libre por las leyes a un pueblo esclavo por sus costumbres.
Pero nos apartamos demasiado de nuestro objeto: volvamos a él; este hábito de la pena de muerte, reglamentada y judicialmente llevada a cabo en los pueblos modernos con un abuso inexplicable, supuesto que la sociedad al aplicarla no hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno de sus miembros, es causa de que se oiga con la mayor indiferencia el fatídico grito que desde el amanecer resuena por las calles del gran pueblo, y que uno de nuestros amigos acaba de poner atinadísimamente por estribillo a un trozo de poesía romántica:
                                                            Para hacer bien por el alma
                                                                Del que van a ajusticiar.
Ese grito, precedido por la lúgubre campanilla, tan inmediata y constantemente como sigue la llama al humo, y el alma al cuerpo; este grito que implora la piedad religiosa en favor de una parte del ser que va a morir, se confunde en los aires con las voces de los que venden y revenden por las calles los géneros de alimento y de vida para los que han de vivir aquel día. No sabemos si algún reo de muerte habrá hecho esta singular observación, pero debe ser horrible a sus oídos el último grito que ha de oír de la coliflorera que pasa atronando las calles a su lado.
Leída y notificada al reo la sentencia, y la última venganza que toma de él la sociedad entera, en lucha por cierto desigual, el desgraciado es trasladado a la capilla, en donde la religión se apodera de él como de una presa ya segura; la justicia divina espera allí a recibirle de manos de la humana. Horas mortales transcurren allí para él; gran consuelo debe de ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres, o, por mejor decir, cuando ellos prescinden de uno. La vanidad, sin embargo, se abre paso al través del corazón en tan terrible momento, y es raro el reo que, pasada la primera impresión, en que una palidez mortal manifiesta que la sangre quiere huir y refugiarse al centro de la vida, no trata de afectar una serenidad pocas veces posible. Esta tiránica sociedad exige algo del hombre hasta en el momento en que se niega entera a él; injusticia por cierto incomprensible; pero reirá de la debilidad de su víctima. Parece que la sociedad, al exigir valor y serenidad en el reo de muerte, con sus constantes preocupaciones, se hace justicia a sí misma, y extraña que no se desprecie lo poco que ella vale y sus fallos insignificantes.
En tan críticos instantes, sin embargo, rara vez desmiente cada cual su vida entera y su educación; cada cual obedece a sus preocupaciones hasta en el momento de ir a desnudarse de ellas para siempre. El hombre abyecto, sin educación, sin principios, que ha sucumbido siempre ciegamente a su instinto, a su necesidad, que robó y mató maquinalmente, muere maquinalmente. Oyó un eco sordo de religión en sus primeros años y este eco sordo, que no comprende, resuena en la capilla, en sus oídos, y pasa maquinalmente a sus labios. Falto de lo que se llama en el mundo honor, no hace esfuerzo para disimular su temor, y muere muerto. El hombre verdaderamente religioso vuelve sinceramente su corazón a Dios, y éste es todo lo menos infeliz que puede el que lo es por última vez. El hombre educado a medias, que ensordeció a la voz del deber y de la religión, pero en quien estos gérmenes existen, vuelve de la continua afectación de despreocupado en que vivió, y duda entonces y tiembla. Los que el mundo llama impíos y ateos, los que se han formado una religión acomodaticia, o las han desechado todas para siempre, no deben ver nada al dejar el mundo. Por último, el entusiasmo político hace veces casi siempre de valor; y en esos reos, en quienes una opinión es la preocupación dominante, se han visto las muertes más serenas.
Llegada la hora fatal entonan todos los presos de la cárcel, compañeros de destino del sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un compás monótono, y que contrasta singularmente con las jácaras y coplas populares, inmorales e irreligiosas, que momentos antes componían, juntamente con las preces de la religión, el ruido de los patios y calabozos del espantoso edificio. El que hoy canta esa salve se la oirá cantar mañana.
En seguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe al reo, que, vestido de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado atado de pies y manos sobre un animal, que sin duda por ser el más útil y paciente, es el más despreciado, y la marcha fúnebre comienza.
Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan, y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del hombre.
-¿Qué espera esa multitud?- diría un extranjero que desconociese las costumbres-. ¿Es un rey el que va a pasar; ese ser coronado, que es todo un espectáculo para un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una pública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos? ¿Qué curiosea esta nación?
-Nada de eso. Ese pueblo de hombres va a ver morir a un hombre.
-¿Dónde va?
-¿Quién es?
-¡Pobrecillo!
-Merecido lo tiene.
-¡Ay!, si va muerto ya.
-¿Va sereno?
-¡Qué entero va!
He aquí las preguntas y expresiones que se oyen resonar en derredor. Numerosos piquetes de infantería y caballería esperan en torno del patíbulo. He notado que en semejante acto siempre hay alguna corrida; el terror que la situación del momento imprime en los ánimos causa la mitad del desorden; la otra mitad es obra de la tropa que va a poner orden. ¡Siempre bayonetas en todas partes! ¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas? ¡No se puede vivir sin instrumentos de muerte! Esto no hace por cierto el elogio de la sociedad ni del hombre.
No sé por qué al llegar siempre a la plazuela de la Cebada mis ideas toman una tintura singular de melancolía, de indignación y de desprecio. No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de mutilarse a sí propia; siempre resultaría ser el derecho de la fuerza, y mientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué loco se atrevería a rebatir ése? Pienso sólo en la sangre inocente que ha manchado la plazuela; en la que la manchará todavía. ¡Un ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la osadía, la incomprensible vanidad de presumirse perfecto!
Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces.
Mientras estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha llegado al patíbulo; en el día no son ya tres palos de que pende la vida del hombre; es un palo sólo; esta diferencia esencial de la horca al garrote me recordaba la fábula de los Carneros de Casti, a quienes su amo proponía, no si debían morir, sino si debían morir cocidos o asados. Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo, cuando las cabezas de todos, vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante que había llegado el momento de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a la sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno: si había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él. Un mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré al reloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aún... De allí a un momento una lúgubre campanada de San Millán, semejante el estruendo de las puertas de la eternidad que se abrían, resonó por la plazuela; el hombre no existía ya; todavía no eran las doce y once minutos. "La sociedad -exclamé- estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre."

martes, 12 de marzo de 2013

Kid Stardust en el matadero (Charles Bukowski)

Comptencia y compañerismo, ambición y solidaridad, dinero y libertad... Norteamérica y victoria...



Kid Stardust en el matadero



la suerte me había vuelto a abandonar y estaba demasiado nervioso por el exceso de bebida; desquiciado, débil; demasiado deprimido para encontrar uno de mis trabajos habituales como  recadero o mozo de almacén con qué tapar agujeros y reponerme un poco. así que bajé al matadero y entré en la oficina.
¿no te he visto ya?, preguntó el tipo.
no, mentí yo.
había estado allí dos o tres años antes, había pasado por todo el papeleo, revisión médica y demás, y me habían llevado escaleras abajo, cuatro plantas, y cada vez hacía más frío y los suelos estaban cubiertos de un lustre de sangre, suelos verdes, paredes verdes. me habían explicado mi trabajo, que era apretar un botón y luego por un agujero de la pared salía un ruido como un estruendo de defensas o elefantes desplomándose, y llegaba la cosa... algo muerto, mucho, sangriento, y el tipo me dijo, lo coges y lo echas al camión y luego aprietas el timbre y ya llega otro, y después se largó. cuando vi que se iba me quité la bata, el casco metálico, las botas (tres números menos que el que yo uso), subí otra vez la escalera y me largué de allí. y ahora estaba de vuelta, tronado otra vez.
pareces un poco viejo para el trabajo.
quiero endurecerme. necesito trabajo duro, muy duro, mentí.
¿y puedes aguantarlo?
otra cosa no tendré, pero coraje sí. fui boxeador. y bueno.
¿ah sí?
sí.
vaya, se te nota en la cara. debieron de  darte duro.
de lo de la cara no hagas caso. yo tenía un juego de brazos magnífico. todavía lo tengo. lo de la cara es porque tuve que hacer algunos tongos y tenía que parecer verdad.
sigo el boxeo. no recuerdo tu nombre.
peleaba con otro nombre, Kid Stardust.
¿Kid Stardust? no recuerdo a ningún Kid Stardust.
peleé en América del Sur, en África, en Europa, en las Islas, en ciudades pequeñas. por eso hay ese hueco en mi historial de trabajo... no me gusta poner que fui boxeador porque la gente cree que hablo en broma o que miento. lo dejo en blanco y se acabó.
vale, vale, sube a que te hagan la revisión médica. mañana a las nueve y media te pondremos a trabajar. ¿dices que quieres trabajo duro?
bueno, si tenéis otra cosa...
no, en este momento no. sabes, aparentas cerca de cincuenta. no sé si darte el trabajo, no nos gusta la gente que nos hace perder el tiempo.
yo no soy gente: soy Kid Stardust.
vale, vale, dijo riendo, ¡te pondremos a TRABAJAR!
no me gustó el tono.
dos días después crucé la puerta y entré en el garito de madera y le enseñé a un viejo la tarjeta con mi nombre: Henry Charles Bukowski, hijo, y el viejo me mandó al muelle de descarga: tenía que ver a Thurman. fui hasta allí. había una fila de hombres sentados en un banco de madera y me miraron como si fuese un homosexual o una canasta de baloncesto.
yo les miré con lo que supuse tranquilo desdén y mascullé con mi mejor acento golfo:
dónde está Thurman. tengo que ver a ese tío.
alguien señaló.
¿Thurman?
¿sí?
trabajo para tí.
¿sí?
sí.
me miró.
¿y las botas?
¿botas?
no tengo, dije.
sacó un par de botas de debajo del banco y me las dio. viejas, duras, tiesas. me las puse. la historia de siempre: tres números menos. me encogían y me espachurraban los dedos. 
luego me dio una ensangrentada bata y un casco metálico. allí me quedé de pie mientras él encendía un cigarrillo. tiró la cerilla con un floreo tranquilo y varonil.
vamos.
eran todos negros y cuando me acerqué me miraron como si fueran musulmanes negros. yo mido casi uno ochenta, pero todos eran más altos que yo, y, si no más altos, por lo menos dos o tres veces más anchos.
¡Charley! aulló Thurman.
Charley, pensé. Charley, como yo. qué bien.
sudaba ya bajo el casco metálico.
¡¡dale TRABAJO!!
dios mío oh dios mío. ¿qué había sido de las noches plácidas y dulces? ¿por qué no le pasa esto a Walter Winchey que cree en el sistema americano? ¿no era yo uno de los estudiantes de antropología más inteligentes de mi promoción? ¿qué pasó?
Charley me llevó hasta un camión vacío de media manzana de largo que había en el
muelle.
espera aquí.
luego llegaron corriendo algunos de los musulmanes negros con carretillas pintadas de un blanco grumoso y sórdido, un blanco que parecía mezclado con mierda de pollo. y cada carretilla estaba cargada con montañas de jamones que flotaban en sangre acuosa y fina. no, no flotaban en sangre, se asentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como muerte.
uno de los tipos saltó al camión detrás de mí y el otro empezó a tirarme los jamones y yo los cogía y se los tiraba al que estaba detrás de mí que se volvía y echaba el jamón en la caja. los jamones venían deprisa, DEPRISA, y pesaban, pesaban cada vez más. en cuanto lanzaba un jamón y me volvía, ya había otro de camino hacía mí por el aire. comprendí que querían reventarme. pronto sudaba y sudaba como si se hubiesen abierto grifos, y me dolía la espalda y me dolían las muñecas, y me dolían los brazos, me dolía todo y había agotado hasta el último gramo de energía. apenas podía ver, apenas podía obligarme a agarrar un jamón más y lanzarlo, un jamón más y lanzarlo. estaba embadurnado de sangre y seguía agarrando el suave muerto pesado FLUMP con mis manos, el jamón cedía un poco, como un culo de mujer, y estaba demasiado débil para hablar y decir eh, qué demonios pasa, amigos... los jamones seguían llegando y yo giraba, clavado, como un hombre clavado en una cruz bajo el casco metálico, y ellos seguían trayendo a toda prisa carretillas llenas de jamones jamones jamones y al fin todas se vaciaron, y yo me quedé allí tambaleante, respirando la amarillenta luz eléctrica. era de noche en el infierno. bueno, siempre me había gustado el trabajo nocturno.
¡vamos!
me llevaron a otro local. arriba en el aire en una gran compuerta elevada en la pared del extremo había media ternera, o quizá fuese una ternera entera, sí, eran terneras enteras ahora que lo pienso, las cuatro patas, y una de ellas salía del agujero sujeta en un gancho, recién asesinada, y se paró justo sobre mí, colgada allí justo sobre mi cabeza de aquel gancho.
acaban de asesinarla, pensé, han asesinado a ese maldito bicho. ¿cómo pueden distinguir un hombre de una ternera? ¿cómo saben que yo no soy una ternera?
VENGA... ¡MENEALA!
¿menéala?
eso es: ¡BAILA CON ELLA!
¿qué?
¡pero qué coño pasa! ¡GEORGE, ven aquí!
George se puso debajo de la ternera muerta. la agarró. UNO. corrió hacia adelante. DOS. corrió hacia atrás. TRES. corrió hacia delante mucho más. la ternera quedó casi paralela al suelo. alguien apretó un botón y George quedó abrazado a ella. lista para las carnicerías del mundo. lista para las bien descansadas chismosas y chifladas amas de casa del mundo a las dos en punto de la tarde con sus batas de casa, chupando cigarrillos manchados de carmín y sintiendo casi nada.
me pusieron debajo de la ternera siguiente.
UNO.
DOS.
TRES.
la tenía. sus huesos muertos contra mis huesos vivos. su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el peso me aplastaban; pensé en óperas de Wagner, pensé en cerveza fría, pensé en un lindo chochito sentado frente a mí en un sofá con las piernas alzadas y cruzadas y yo tengo una copa en la mano y hablo lenta pausadamente abriéndome paso hacia ella y hacia la mente en blanco de su cuerpo y Charley aulló ¡CUELGALA DEL CAMION!
caminé hacia el camión. por la aversión a la derrota que me inculcaron de muchacho en los patios escolares de Norteamérica supe que no debía dejar que la ternera cayera al suelo, porque eso demostraría que era un cobarde, que no era un hombre y que, en consecuencia, nada merecía, sólo burlas y risas y golpes, en Norteamérica tienes que ser un ganador, no hay otra salida, y tienes que aprender a luchar porque sí y se acabó, sin preguntas, y además si soltaba la ternera quizá tuviera que volver a recogerla. además se ensuciaría. yo no quería que se ensuciase. o más bien... ellos no querían que se ensuciase.
llegué al camión.
¡CUELGALA!
el gancho que pendía del techo estaba tan romo como un pulgar sin uña. dejabas que el trasero de la ternera se deslizase hacia atrás e ibas a por lo de arriba, empujabas la parte de arriba contra el gancho una y otra vez pero el gancho no enganchaba. ¡¡MADRE MIA!! era todo cartílago y grasa, duro, duro.
¡VAMOS! ¡VAMOS!
utilicé mi última reserva y el gancho enganchó, era una hermosa visión, un milagro. el gancho clavado, aquella ternera colgando allí sola completamente separada de mi hombro, colgando para el chismorreo bata de casa y carnicería.
¡MUEVETE!
un negro de unos ciento quince kilos, insolente, áspero, frío, criminal, entró, colgó su ternera tranquilamente y me miró de arriba abajo.
¡aquí trabajamos en cadena!
vale, campeón.
me puse delante de él. otra ternera me esperaba. cada una que agarraba estaba seguro de que sería la última que podría agarrar. pero me decía.
una más
sólo una más
luego
lo dejo.
a la
mierda.
ellos estaban esperando que me rajara. lo veía en sus ojos, en sus sonrisas cuando creían que no miraba. no quería darles el placer de la victoria. agarré otra ternera. como el campeón que hace el último esfuerzo, agarré otra ternera.
pasaron dos horas y entonces alguien gritó DESCANSO.
lo había conseguido. un descanso de diez minutos, un poco de café y ya no podrían derrotarme. fui tras ellos hasta un carrito que alguien había traído. vi elevarse el vapor del café en la noche; vi los bollos y los cigarrillos y las pastas y los emparedados bajo la luz eléctrica.
¡EH, TU!
era Charley. Charley, como yo.
¿sí, Charley?
antes de tomarte el descanso, lleva ese camión a la parada dieciocho.
era el camión que acabábamos de cargar, el de media manzana de largo. la parada dieciocho quedaba al otro extremo del patio.
conseguí abrir la puerta y subir a la cabina. tenía un asiento blando de suave piel y era tan agradable que me di cuenta de que si me descuidaba caería dormido allí mismo, yo no era un camionero. miré por abajo y vi como media docena de mandos, palancas, frenos, pedales y demás. di vuelta a la llave y conseguí encender el motor. fui probando pedales y palancas hasta que el camión empezó a rodar y entonces lo llevé hasta el fondo del patio, hasta la parada dieciocho, pensando constantemente: cuando vuelva, ya no estará el carrito. era una tragedia para mí, una verdadera tragedia. aparqué el camión, apagué el motor y quedé allí sentado unos instantes paladeando la suave delicia del asiento de piel. luego abrí la puerta y salí. no acerté con el escalón o lo que fuese y caí al suelo con mi bata ensangrentada y mi maldito casco metálico como si me hubiesen pegado un tiro. no me hice daño, ni siquiera lo sentí. me levanté justo a tiempo para ver cómo se alejaba el carrito y cruzaba la puerta camino de la calle.
les vi dirigirse de nuevo al muelle riendo y encendiendo cigarrillos.
me quité las botas, me quité la bata, me quité el casco metálico y fui hasta el garito del patio de entrada, tiré bata, casco y botas por encima del mostrador. El viejo me miró:
vaya, así que dejas esta BUENA colocación...
diles que me manden por correo el cheque de mis dos horas de trabajo o si no que se lo metan en el culo ¡me da igual!
salí. crucé la calle hasta un bar mejicano y bebí una cerveza. luego cogí el autobús y volví a casa. el patio escolar norteamericano me había derrotado otra vez.

lunes, 4 de marzo de 2013

Silencio (Edgar Allan Poe)

Cuando las palabras no son más importantes que el silencio es mejor no pronunciarlas.     (Proverbio Shaolin)

  Silencio


ΕÞδουσιν δόρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες
Πρώονες τε καˆ χαράδραι

Las crestas montañosas duermen; los valles, los riscos
y las grutas están en silencio.
(Alcmán [60(10),646]) 

 

Escúchame -dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.
Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.
Y de improviso levantóse la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN.
Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.
Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca.
Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado.
Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.
Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo.
                                                                                               * * *
Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.