Gracias a Larra, ahora es la condena de éstos la que nos sirve de espectáculo a nosotros...
Un reo de muerte
Cuando una incomprensible comezón de escribir me puso por primera vez la pluma en la mano para hilvanar en forma de discurso mis ideas, el teatro se ofreció primer blanco a los tiros de esta que han calificado muchos de mordaz maledicencia. Yo no sé si la humanidad bien considerada tiene derecho a quejarse de ninguna especie de murmuración, ni si se puede decir de ella todo el mal que se merece; pero como hay millares de personas pseudofilantrópicas, que al defender la humanidad parece que quieren en cierto modo indemnizarla de la desgracia de tenerlos por individuos, no insistiré en este pensamiento. Del llamado teatro, sin duda por antonomasia, déjeme suavemente deslizar el verdadero teatro: a ese muchedumbre en continuo movimiento, a esa sociedad donde sin ensayo previo ni anuncio de carteles, y donde a veces hasta en balde se representan tantos y tan distintos papeles.
Descendí a
ella, y puedo asegurar que al cotejar este teatro con el primero, no pudo menos
de ocurrirme la idea de que era más consolador éste que aquél; porque, al fin,
seamos francos, triste cosa es contemplar en la escena la coqueta, el avaro, el
ambicioso, la celosa, la virtud caída y vilipendiada, las intrigas incesantes,
en crimen entronizado a veces y triunfante; pero al salir de una tragedia para
entrar en la sociedad puede uno exclamar al menos: "Aquello es falso; es
pura invención; es un cuento forjado para divertirnos"; y en el mundo es
todo lo contrario; la imaginación más acalorada no llegará nunca a abarcar la
fea realidad. Un rey de la escena depone para irse a acostar el cetro y la
corona, y en el mundo el que la tiene duerme con ella, y sueñan con ella
infinitos que no la tienen. En las tablas se puede silbar al tirano; en el mundo
hay que sufrirle; allí se le va a ver como una cosa rara, como una fiera que se
enseña por dinero; en la sociedad cada preocupación es un rey; cada hombre un
tirano; y de su cadena no hay librarse; cada individuo se constituye en eslabón
de ella; los hombres son la cadena unos de otros.
De estos
dos teatros, sin embargo, peor el uno que el otro, vino a desalojarme una farsa
que lo ocupó todo: la política. ¿Quién hubiera leído un ligero bosquejo de
nuestras costumbres, torpe y débilmente trazado acaso, cuando se estaban
dibujando en el gran telón de la política, escenas, si no mejores, de un
interés ciertamente más próximo y positivo? Sonó el primer arcabuz de la
facción, y todos volvimos la cara a mirar de dónde partía el tiro; en esta
nueva representación, semejante a la fantasmagórica de Mantilla, donde empieza
por verse una bruja, de la cual nace otra y otras, hasta multiplicarse al
infinito, vimos un faccioso primero, y luego vimos un faccioso más,
y en pos de él poblarse de facciosos el telón. Lanzado en mi nuevo terreno
esgrimí la pluma contra las balas, y revolviéndome a una parte y otra, di la
cara a dos enemigos: al faccioso de fuera, y al justo medio, a la parsimonia de
dentro. ¡Débiles esfuerzos! El monstruo de la política estuvo encinta y dio a luz
lo que había mal engendrado; pero tras éste debían venir hermanos menores, y
uno de ellos, nuevo Júpiter, debía destronar a su padre. Nació la censura, y
heme aquí poco menos que desalojado de mi última posición. Confieso francamente
que no estoy en armonía con el reglamento: respétole y le obedezco; he aquí
cuanto se puede exigir de un ciudadano: a saber, que no altere el orden; es
bueno tener entendido que en política se llama orden a lo que
exite, y que se llama desorden este
mismo orden
cuando le sucede otro orden distinto;
por consiguiente, es perturbador el que se presenta a luchar contra el orden
existente con menos fuerzas que él; el que se presenta con más, pasa a restaurador,
cuando no se le quiere honrar con el pomposo título de libertador. Yo
nunca alteraré el orden probablemente, porque nunca tendré la locura de creerme
por mí solo más fuerte que él; en este convencimiento, infinidad de artículos
tengo solamente rotulados, cuyo desempeño conservo para más adelante; porque la
esperanza es precisamente lo único que nunca me abandona. Pero al paso que no
los escribiré, porque estoy persuadido de que me los habían de prohibir (lo
cual no es decir que me los han prohibido, sino todo lo contrario, puesto que
yo no los escribo), tengo placer en hacer de paso esta advertencia, al
refugiarme, de cuando en cuando, en el único terreno que deja libre a mis
correrías el temor de ser rechazado en posiciones más avanzadas. Ahora bien:
espero que después de esta previa inteligencia no habrá lector que me pida lo
que no puedo darle: digo esto porque estoy convencido de que ese pretendido
acierto de un escritor depende más veces de su asunto y de la predisposición
feliz de sus lectores que de su propia habilidad. Abandonado a ésta sola,
considérome débil, y escribo todavía con más miedo que poco mérito, y no es
ponderarlo poco, sin que esto tenga visos de afectada modestia.
Habiendo de
parapetarme en las costumbres, la primera idea que me ocurre es que el hábito
de vivir en ellas, y la repetición diaria de las escenas de nuestra sociedad,
nos impide muchas veces pararnos solamente a considerarlas, y casi siempre nos
hace mirar como naturales cosas que en mi sentir no debieran parecérnoslo
tanto. Las tres cuartas partes de los hombres viven de tal o cual manera porque
de tal o cual manera nacieron y crecieron; no es una gran razón; pero ésta es
la dificultad que hay para hacer reformas. He aquí por qué las leyes
difícilmente pueden ser otra cosa que el índice reglamentario y obligatorio de
las costumbres; he aquí por qué caducan multitud de leyes que no se derogan; he
aquí la clave de lo mucho que cuesta hacer libre por las leyes a un pueblo
esclavo por sus costumbres.
Pero nos
apartamos demasiado de nuestro objeto: volvamos a él; este hábito de la pena de
muerte, reglamentada y judicialmente llevada a cabo en los pueblos modernos con
un abuso inexplicable, supuesto que la sociedad al aplicarla no hace más que
suprimir de su mismo cuerpo uno de sus miembros, es causa de que se oiga con la
mayor indiferencia el fatídico grito que desde el amanecer resuena por las
calles del gran pueblo, y que uno de nuestros amigos acaba de poner
atinadísimamente por estribillo a un trozo de poesía romántica:
Para hacer bien por el alma
Del que van a ajusticiar.
Ese grito,
precedido por la lúgubre campanilla, tan inmediata y constantemente como sigue
la llama al humo, y el alma al cuerpo; este grito que implora la piedad
religiosa en favor de una parte del ser que va a morir, se confunde en los
aires con las voces de los que venden y revenden por las calles los géneros de
alimento y de vida para los que han de vivir aquel día. No sabemos si algún reo
de muerte habrá hecho esta singular observación, pero debe ser horrible a sus
oídos el último grito que ha de oír de la coliflorera que
pasa atronando las calles a su lado.
Leída y
notificada al reo la sentencia, y la última venganza que toma de él la sociedad
entera, en lucha por cierto desigual, el desgraciado es trasladado a la
capilla, en donde la religión se apodera de él como de una presa ya segura; la
justicia divina espera allí a recibirle de manos de la humana. Horas mortales
transcurren allí para él; gran consuelo debe de ser el creer en un Dios, cuando
es preciso prescindir de los hombres, o, por mejor decir, cuando ellos
prescinden de uno. La vanidad, sin embargo, se abre paso al través del corazón
en tan terrible momento, y es raro el reo que, pasada la primera impresión, en
que una palidez mortal manifiesta que la sangre quiere huir y refugiarse al
centro de la vida, no trata de afectar una serenidad pocas veces posible. Esta
tiránica sociedad exige algo del hombre hasta en el momento en que se niega
entera a él; injusticia por cierto incomprensible; pero reirá de la debilidad
de su víctima. Parece que la sociedad, al exigir valor y serenidad en el reo de
muerte, con sus constantes preocupaciones, se hace justicia a sí misma, y
extraña que no se desprecie lo poco que ella vale y sus fallos insignificantes.
En tan
críticos instantes, sin embargo, rara vez desmiente cada cual su vida entera y
su educación; cada cual obedece a sus preocupaciones hasta en el momento de ir
a desnudarse de ellas para siempre. El hombre abyecto, sin educación, sin
principios, que ha sucumbido siempre ciegamente a su instinto, a su necesidad,
que robó y mató maquinalmente, muere maquinalmente. Oyó un eco sordo de
religión en sus primeros años y este eco sordo, que no comprende, resuena en la
capilla, en sus oídos, y pasa maquinalmente a sus labios. Falto de lo que se
llama en el mundo honor, no hace esfuerzo para disimular su temor, y muere
muerto. El hombre verdaderamente religioso vuelve sinceramente su corazón a
Dios, y éste es todo lo menos infeliz que puede el que lo es por última vez. El
hombre educado a medias, que ensordeció a la voz del deber y de la religión,
pero en quien estos gérmenes existen, vuelve de la continua afectación de
despreocupado en que vivió, y duda entonces y tiembla. Los que el mundo llama
impíos y ateos, los que se han formado una religión acomodaticia, o las han
desechado todas para siempre, no deben ver nada al dejar el mundo. Por último,
el entusiasmo político hace veces casi siempre de valor; y en esos reos, en
quienes una opinión es la preocupación dominante, se han visto las muertes más
serenas.
Llegada la
hora fatal entonan todos los presos de la cárcel, compañeros de destino del
sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un compás monótono, y que
contrasta singularmente con las jácaras y coplas populares, inmorales e
irreligiosas, que momentos antes componían, juntamente con las preces de la
religión, el ruido de los patios y calabozos del espantoso edificio. El que hoy
canta esa salve se la oirá cantar mañana.
En seguida,
la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe al reo, que, vestido
de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado atado de pies y manos sobre
un animal, que sin duda por ser el más útil y paciente, es el más despreciado,
y la marcha fúnebre comienza.
Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las
ventanas y balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se
apiñan, y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del hombre.
-¿Qué espera esa multitud?- diría un extranjero que
desconociese las costumbres-. ¿Es un rey el que va a pasar; ese ser coronado,
que es todo un espectáculo para un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una pública
festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos? ¿Qué curiosea esta nación?
-Nada de eso.
Ese pueblo de hombres va a ver morir a un hombre.
-¿Dónde va?
-¿Quién es?
-¡Pobrecillo!
-Merecido lo tiene.
-¡Ay!, si va muerto ya.
-¿Va sereno?
-¡Qué
entero va!
He aquí las preguntas y expresiones que se oyen resonar en
derredor. Numerosos piquetes de infantería y caballería esperan en torno del
patíbulo. He notado que en semejante acto siempre hay alguna corrida; el terror
que la situación del momento imprime en los ánimos causa la mitad del desorden;
la otra mitad es obra de la tropa que va a poner orden. ¡Siempre bayonetas en
todas partes! ¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas? ¡No se puede vivir
sin instrumentos de muerte! Esto no hace por cierto el elogio de la sociedad ni
del hombre.
No sé por qué al
llegar siempre a la plazuela de la Cebada mis ideas toman una tintura singular
de melancolía, de indignación y de desprecio. No quiero entrar en la cuestión
tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de mutilarse a sí propia;
siempre resultaría ser el derecho de la fuerza, y mientras no haya otro mejor
en el mundo, ¿qué loco se atrevería a rebatir ése? Pienso sólo en la sangre
inocente que ha manchado la plazuela; en la que la manchará todavía. ¡Un ser
que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la osadía, la incomprensible
vanidad de presumirse perfecto!
Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón
desnuda manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué
quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva
ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces.
Mientras estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el
reo ha llegado al patíbulo; en el día no son ya tres palos de que pende la vida
del hombre; es un palo sólo; esta diferencia esencial de la horca al garrote me
recordaba la fábula de los Carneros de Casti, a quienes su amo proponía, no si
debían morir, sino si debían morir cocidos o asados. Sonreíame todavía de este
pequeño recuerdo, cuando las cabezas de todos, vueltas al lugar de la escena,
me pusieron delante que había llegado el momento de la catástrofe; el que sólo
había robado acaso a la sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad
también da ciento por uno: si había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a
hacer bien matándole a él. Un mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó
por fin. ¡Horrible asiento! Miré al reloj: las doce y diez minutos; el hombre
vivía aún... De allí a un momento una lúgubre campanada de San Millán,
semejante el estruendo de las puertas de la eternidad que se abrían, resonó por
la plazuela; el hombre no existía ya; todavía no eran las doce y once minutos.
"La sociedad -exclamé- estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre."